El
miedo a lo insólito. Las epidemias de peste en la Archidona del siglo XVI y sus
analogías con la pandemia de Covid-19.
Juan
Luis Espejo Lara
Las insólitas circunstancias
por las que estamos pasando estos días,
y que de forma abrupta han interrumpido nuestro “invulnerable” mundo de ayer,
sumiéndonos en el pavor y la turbación, fueron una amenaza usual para las
sociedades históricas que, con demasiada frecuencia a lo largo de los siglos, tuvieron
que soportar numerosas calamidades de todo tipo.
Factores meteorológicos desfavorables (lluvias
torrenciales o sequías), plagas, malas cosechas y enfermedades, constituyeron
durante el Antiguo Régimen un proceso cíclico, repetido cada cierto tiempo, que
acababa desencadenando atroces crisis de subsistencias y demográficas. La
presencia de hambruna y de peste, casi siempre unidas, dejaba en las
poblaciones que las sufrieron un reguero de destrucción, al tiempo que generaba
incontroladas reacciones de miedo generalizado.
Se trataba de un miedo,
al mismo tiempo, real o temporal, frente a la amenaza cierta del hambre, de la
enfermedad y de la aniquilación; y figurado o espiritual, ante el sentimiento
de culpa por el pecado cometido y al consiguiente castigo divino: porque es tienpo de poca salud que por
nuestros pecados Dios a enviado.
¿De qué pecados se
trataba?, ¿relajación de la fe?, ¿desviaciones morales? Así se dirigía el
corregidor de Málaga, en febrero de 1521, a las autoridades eclesiásticas:
sabiendo
en quanta neçesydad estaba esta çibdad e toda su tierra de agua y el tiempo
quan açepto (sic), para evitar e quitar de sy todos las ropa de los males en
especial los eclesiasticos que son e han de ser luz e candela de los legos, por
tanto que les suplicava mandasen en su cabildo que todos los benefiçiados de la
dicha Iglesia quitasen de sus casas toda sospecha de mujeres e de juegos por lo
ya dicho.
Por lo tanto, detrás de
estos miedos, que atormentaban a la sociedad de la época, se escondía el temor
a Dios; un Dios justiciero, pero también un Dios misericordioso con los
cristianos que mostraran arrepentimiento por los pecados cometidos; aunque el acto de contrición parecía no ser
suficiente y se hacía necesaria la penitencia, en forma de dolor o enfermedad,
como expresión de reconciliación. Así, la divinidad intervenía tanto en el
origen de la desgracia, interpretada como castigo divino: para aplacar a Dios Nuestro Señor la ira
que contra esta villa y sus vecinos tenia, habiendole castigado con la
enfermedad de peste, como en su desenlace,
con el cese del azote, entendido como signo de perdón: que por la misericordia de Dios Nuestros
Señor esta villa y sus vecinos están sanos.
Ahora bien, cuando
hacían acto de presencia dos de los jinetes apocalípticos, Hambre y Peste, montados
en sus corceles negro y bayo, la inminente situación de peligro perturbaba la,
más o menos, apacible convivencia y se originaba una profunda crisis que
desestabilizaba el normal acontecer de la comunidad, obligándola a adoptar las
pertinentes medidas de prevención y protección. Tales disposiciones se
mostraban insuficientes para afrontar esos críticos momentos, al contar con medios
escasos y de dudosa eficacia, quedando, por tanto, casi como única esperanza, la
intervención divina para calmar el pánico a lo desconocido.
La respuesta del pueblo,
en su afán de superar el miedo y el desamparo, que el desconocimiento y efectos de la enfermedad
generaban, se dirigía, entonces, a la búsqueda del milagro, mediante rogativas
o votos, de santos protectores y de la Virgen. El fin de la calamidad y “la
liberación del mal” potenciaban, por tanto, la devoción mariana y hagiográfica al
ser considerados eficaces mediadores ante la divinidad.
Como muestra de agradecimiento,
los favorecidos construyeron ermitas, conmemoraron festividades en honor de los
intercesores y organizaron procesiones y peregrinaciones a los centros de
culto. Cada comunidad contaba con sus santos auxiliadores, a los que debía
devoción a cambio de protección. Sin duda, estas fervorosas muestras de
religiosidad popular eran reflejo de, lo que se ha denominado, una
“espiritualidad funcional”, única forma de resolver la frustración e impotencia
ante una situación incontrolable.
Archidona, como
cualquier otra población, pero especialmente por estar situada en una
encrucijada de caminos entre las dos Andalucías y la costa y el interior, padeció
durante siglos, y en repetidas ocasiones, los efectos catastróficos de una
cadena de epidemias que, con gran virulencia, fustigaron a su vecindario. En
este trabajo, sólo nos centraremos en los dos grandes accesos del siglo XVI: las epidemias de 1522-1524 y
1581-1583.
En su análisis
comprobaremos como se mencionan, con otros vocablos, términos y actos que hoy,
desgraciadamente, nos son familiares: epidemia y pandemia, distanciamiento
social, cuarentena, confinamiento, aislamiento, requisa, acaparamiento,
especulación, “hibernación” económica, ayudas sociales, desescalada, inmunidad
de grupo, pasaporte serológico, endeudamiento, eurobonos…
El primer brote
documentado fue la epidemia de 1522-1524, de etiología mal conocida (peste,
modorra o moquillo), afectó a toda Andalucía y estuvo precedida por las malas
cosechas de los años 1520 y 1521, ocasionadas por una pertinaz sequía: fueron años muy secos de aguas.
La villa trató de
aguantar la escasez de trigo prohibiendo la “saca” del poco grano que había en
los graneros locales e intentó su importación desde Sicilia, con la mediación
del mercader malagueño Luis Cortés, aunque el grano quedó requisado, pese a
haberse realizado el desembolso, en el puerto de Málaga para alimentar a su
también famélica población. La carestía provocó que los precios del trigo se
duplicasen, en apenas unos meses, de 2´5 a 5´5 reales la fanega; precios
abusivos para la mayoría de los vecinos, por lo que para paliar las penurias, el
Concejo repartió las cortas provisiones de grano que había en el Pósito y que
estaban reservadas para la próxima sementera.
El día 14 de octubre de
1521 se realiza una procesión en la villa de arriba para implorar a la Virgen
la llegada de las deseadas lluvias otoñales. Como éstas se resistían y el pan
cada vez escaseaba más, las autoridades, visto
el tiempo esterile e como los pobres no tienen de que comer, permitieron
que pudieran cogerse de las dehesas concejiles bellotas para el sustento humano.
En enero de 1522, ante
la elevada cotización del poco trigo existente, ocasionada por el despreciable
afán de acaparamiento y especulación, el Concejo decide limitar los precios: viendo como en la villa los presçios del pan
se suben muy caros de cuya cabsa los pobres e personas que no lo tienen, que
son en mas cantidad que los que lo tienen, resçiben mucha fatiga y no se pueden
sostener. Aún así, el precio de la fanega de trigo se fija en un ducado (11
reales). Al mismo tiempo, se insiste en la prohibición de sacar víveres fuera
de la villa: por quanto se espera abra
nesçesidad de proveimientos.
La desesperada
situación provocó un aumento de la tensión social, generalizándose los
reiterados robos de grano y de ganado; por ello, las autoridades municipales autorizan
el uso de armas a los propietarios, a fin de que puedan defender sus haciendas
y, a la par, se conmina a forasteros y vagabundos a abandonar la villa.
La fatídica palabra
“pestilencia” comienza a oírse entre el vecindario, y el Concejo, actuando con
urgencia, decide contratar por un año a un médico cirujano, asignándole un
corto salario, dada la falta de medios del erario público. Sin embargo, un mes
después, las deficitarias arcas municipales hacen un libramiento de 10.000
maravedíes, (5 veces el salario del galeno), para acabar de haçer la casa del señor san Sebastián; posiblemente,
inconclusa desde la anterior epidemia de 1507-1508, durante la cual, quizá, el
pueblo solicitó la protección del santo, abogado contra la peste desde el siglo
VII. Sin duda, la inminente amenaza del mal, hizo apremiante cumplir la promesa
hecha, y no cumplida, al santo protector.
A finales del año 1522,
las ciudades cercanas, Málaga, Ronda, Teba y Antequera, están sufriendo las
acometidas de la enfermedad; Archidona no se libra de ella, pero a partir de
esa fecha nada dicen los documentos sobre lo ocurrido dentro de la cerca de la
villa, la gravedad del mal parece haber silenciado su vida. Habrá que esperar
al mes de octubre de 1524 para volver a la normalidad, con el anuncio de la
vecina Málaga de que la çibdad esta
ynformada que toda la comarca desta çibdad esta sana e buena del mal de
pestilencia e Cordova e Sevilla e Granada.
Sesenta años después,
de nuevo el sufrimiento merodea la comarca archidonesa. Lejos quedaba su
anterior presencia y apenas perduraban vagos recuerdos de sus espantosos
efectos.
Cuando está terminando
el invierno de 1580, circulan rumores en el pueblo sobre la existencia de la
enfermedad en las comarcas cercanas: Sevilla, Granada, Málaga y Vélez; la
noticia hace que las autoridades archidonesas tomen las debidas precauciones,
prohibiendo la acogida de forasteros; pero, por el momento, el pueblo se libra
de la visita de la enfermedad.
Sin embargo, apenas han
transcurrido unos meses, al comenzar la primavera de 1581, llega la noticia de
que la vecina Antequera esta contagiada de peste. La alarma pone inmediatamente
en alerta al Concejo archidonés que prepara presto una serie de medidas para
proteger a la villa del contagio.
En primer lugar las
autoridades deciden aislar a la población del exterior, cercando con tapias
todo el perímetro urbano y cerrando los postigos y corrales traseros de las
casas y limitando los accesos de entrada y salida al pueblo a través de tres
puertas: la del Almez, la del camino de Granada y la de la calleja de las
Monjas, vigiladas por guardas, nombrados al efecto. Dichos guardianes debían
tener especial cuidado con la entrada de personas y mercancías, principalmente
ropa, provenientes de lugares infectados, cuya relación estaba anotada en una
tablilla fijada en dichas puertas. Además, los porteros exigían a los
transeúntes un informe, firmado por un escribano, en el que constara que
procedían de un lugar libre de la enfermedad.
Además de incomunicar a
la villa, las autoridades dan instrucciones, podríamos llamar
“higiénico-sanitarias”, para evitar la transmisión de la enfermedad entre el
vecindario. Estas elementales disposiciones consistieron en: aislar los hogares para preservarlos del contagio: que por la buena guarda que ningun vecino
reciba en sus casas forastero ninguno ni ropas; prohibir la
presencia de grupos numerosos de personas en lugares de encuentro, como mesones
y tabernas; obligar, allí donde se utilizasen monedas traídas por foráneos, a
usar vinagre como desinfectante: que tengan vasos de vinagre en que reciban el dinero de los pasajeros;
ordenar la limpieza de las calles de inmundicias y lodos, evitando,
especialmente, que los puercos anduvieran por ellas: atento a que el tiempo anda enfermo y causan cieno y mal olor”; y,
por último, mandar: quemar la ropa de las
personas que mueren del mal de peste, excelente cobijo para la pulga como
vector de la enfermedad.
La ausencia de un
médico, para las curas de los enfermos, agravaba más aún la desesperada
situación; y ello, de nuevo, por la falta de liquidez de la hacienda municipal
para asumir su contratación: tiene pocos propios y el cabildo es pobre, quedando en
manos de la solidaridad de la vecindad el abono de su salario: que se trate de que los
vecinos hagan algunas mandas al medico para poderlo traer. Sólo quedaban los tres hospitales de la
localidad: Madre de Dios, Pasión y Sangre y Caridad, para asistir, más
espiritual que clínicamente, a los afectados.
A la enfermedad se unía
la falta de mantenimientos. El aislamiento conllevaba la paralización de las
actividades económicas, especialmente la interrupción de los intercambios con
los lugares comarcanos infectados, ocasionando la escasez de víveres y la
aparición de otra terrible amenaza, que podía agravar, aún más, los estragos de
la enfermedad, el hambre.
A primeros del año
1583, la peste aparece de nuevo en la villa y su comarca o, acaso no se había
ido. La virulencia y persistencia de la enfermedad causa pavor entre el
vecindario que, desalentado, recurrió a la mediación de un nuevo santo
protector receptivo a sus súplicas, san Roque, invocando su auxilio y favor para dar salud a esta villa y vecinos de ella. Llegado
el verano, la enfermedad cede en su brutal acometida: misteriosa aparición,
enigmática evanescencia. Seguramente, durante su discurrir, un tercio de la
población habrá desaparecido y dos tercios habrán conseguido sobrevivir. El
pueblo y las autoridades civiles y eclesiásticas, en agradecimiento al santo por
su intercesión, decidieron instituir una cofradía y hermandad bajo su
advocación y guardar como festivo su día, el día 16 de agosto.
En una sociedad
oprimida por el miedo, por la ignorancia y por el desconocimiento, la fe y la
superstición se convertían en asideros para la salvación y cristos, vírgenes y
santos taumatúrgicos, en remedio de los males mundanos.
La peste no diferenciaba
estamentos ni grupos de edad, todos estaban en peligro ante la propagación de la
bacteria (Yersinia pestis),
aunque los más pudientes tenían, al menos, la posibilidad de abandonar la villa
y aislarse en sus cortijos; también gozaban de permiso para ausentarse los
eclesiásticos, amparados por el denominado “Estatuto de la peste”. Sanitarios y
religiosos ponían en peligro sus vidas tratando y asistiendo a los enfermos,
pereciendo muchos de ellos en el ejercicio de sus obligaciones. Los cargos
públicos tampoco lo tenían fácil, pues debían velar por el cumplimiento de las
normas dictadas, vigilar la propagación de la enfermedad, visitando a los
lugares limítrofes, y repartir las escasas provisiones; en definitiva,
arriesgando su vida, por lo que no es raro que muchos quisiesen abandonar sus
cargos y huir, cosa que algunos hicieron.
Acabado el brote
epidémico, sus consecuencias aún se prolongaban en el tiempo, dejando a la
villa fuertemente endeudada por los gastos que había conllevado la lucha contra
la enfermedad: el aprovisionamiento, la construcción de cerca, el personal
médico, los guardas, las ayudas a los pobres y a los enfermos. El Concejo habrá
de pedir ayuda económica y tardará en reponerse del duro trance.
Junto a las
consecuencias económicas, hay que hacer hincapié en las cuantiosas pérdidas humanas
que cada brote ocasionaba, así como y en sus efectos sobre la natalidad y la
mortalidad y, por tanto, en el crecimiento natural negativo, desencadenándose graves
crisis demográficas.
Así pues, el impacto de
las calamidades no sólo era evidente en el momento en el que se producían, sino
que sus efectos y sus consecuencias se mantenían durante generaciones.
Después de ver pasar de
largo, por fortuna, la atroz pandemia que cabalgó por las tierras europeas entre
dos siglos, la llamada “Peste Atlántica” (1599-1603), el Concejo archidonés
parecía haber aprendido de las nefastas experiencias pasadas y reconocía, en
1604, que: no es justo que en lo que a la salud haya
descuido.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS Y DOCUMENTALES:
Archivo
Histórico Municipal de Archidona, Libros de Actas Capitulares, nº 2.
Archivo
Histórico Municipal de Archidona, Libros de Actas Capitulares, nº 5.
Conejo
Ramilo, R. (1973): Historia de Archidona,
Ed. Anel, Granada.
León
Vegas, M. (2003): “Incidencia de una crisis epidémica en Antequera: la peste de
1581-1583, a través de las actas del Concejo”, Baética: Estudios de arte, geografía e historia, nº 25, 547-574.
León
Vegas, M. (2007): “¿Fe o superstición? Devociones populares ante lo
`sobrenatural´ en la Antequera Moderna”, Baética:
Estudios de arte, geografía e historia, nº 29, 321-345.
Rabazo Vinagre, A. R. (2009): El miedo y su expresión en las fuentes medievales. Mentalidades y sociedad en el Reino de Castilla. Tesis doctoral. UNED. Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Recuperada de:
Rodríguez
Alemán, I (2002): Sanidad y contagios
epidémicos en Málaga (siglo XVII), Servicio de Publicaciones, Centro de
Ediciones de la Diputación de Málaga.